"Casi nada se parece tanto a la muerte como el amor realizado"
*Basado en el capítulo uno del libro Amor Líquido de Zygmunt Bauman.
El hombre se despertó en un cuarto ordenado, austero y funcional.
El sol brillaba diáfano, el cielo era azul claro y tenía un escueto y nutritivo desayuno en la mesa de madera que oficiaba de escritorio.
Tenía hambre y disfrutando de ese orden se apresuró a desayunar con el disfrute de quien necesitaba el orden, la razón y la certeza.
Se había muerto hacía unas horas, la muerte no le resultó difícil, era única, irrepetible, impostergable y lo liberaba de las incertezas y las fatalidades de la vida que llevaba en su condición terrenal.
De pronto, como si lo esperara, se abrió la puerta de la habitación, y el Ángel César se presentó con un fuerte apretón de manos y le indicó que el tribunal lo esperaba.
Una mirada de respeto ceñía el entrecejo de César hacia ese hombre. Mientras caminaban por el amplio pasillo del Palacio de los tribunales, César acompasaba sus pasos y le daba la tranquilidad de los últimos momentos que sabían dar los Ángeles de la guarda.
Habían compartido más de medio siglo juntos, eran camaradas en la agonía natural de la vida y la muerte.
César sabia más que nadie de ese hombre y como todo último momento de una importante tarea, también sabía que se enfrentaban juntos al juicio de residencia que todo humano tiene al despedirse de la tierra.
El hombre miró a Cesar y le pregunto:
---¿Me van a preguntar, no?
César lo miró y le dijo:
---Es lo único que les interesa saber.
El hombre meditó un instante y dijo:
--¿Por qué me perdí? Eso quieren saber, hipócritas, como si no supieran
la trampa que me pusieron.
César afirmó:
--Tranquilo, solo diles la verdad y déjales a ellos la tribulación de la decisión.
Luego entraron, los jueces estaban ya sentados en el estrado, eran
seis, lucían jóvenes, pero hacia miles de años que se ocupaban de los perdidos.
Uno de ellos vociferó: Tú, perdido, acércate al tribunal.
El hombre se acercó, dio sus datos y esperó:
Se te acusa de malversar tu vida terrenal, habiéndote perdido por amor ¿Qué dices?
El hombre pensó en todos los perdidos de la historia que pasaron por allí, quizás definiendo la historia del mundo. Muchos lo negaban, otros lo calificaron de debilidad, otros de vicio, otros de pecado y algunos pocos de la belleza maldita de la libertad.
El hombre se puso de pie y dijo:
---Yo no me perdí, me encontré con la perdición. La misma era definitiva, irrepetible, e impostergable. Esta perdición se sostiene por sí sola, no tiene antecedentes, no es resistible. Además, entré en ella una sola vez y no pude ni quise salir.
Esta perdición que adquirí no tiene historia propia, solo es. Por demás esta decir que solo les pasa a los humanos. No sé, si ustedes estarían en la tierra, si podrían juzgar estos hechos desde su condición de ángeles de la justicia.
Esta perdición me la impusieron de la nada y la acepté sin reservas, ni inventario propio ni ajeno, no tuve beneficio de inventario. Como un gobierno después de una ola de fatalidades, corrupción y terroristas. Y por último, desconozco si había una manera de vivir bien la perdición. Perdición, que ustedes saben bien, dejaron en mi existencia humana como regalo de Dios.
En el tribunal se disparó una ola de murmullos, la sala se había llenado de familiares de perdidos, el silencio era mayor al velorio de ausentes del propio hombre.
Un juez, levantando la voz dijo: pero usted sabía que las consecuencias eran su miseria moral, su pobreza material y su exclusión laboral parcial, además de su insegura y contradictoria soledad.
El hombre respondió:
Señor, yo no sabía nada, solo me perdí por más de 30 años, y por suerte me morí, aquí no estoy perdido más allá de cómo me juzguen, pero sepan que me perdí y no me quejo, me enorgullezco, bien perdido estuve y en mi recuerdo siempre lo estaré. Es una perdición maldita y bendita, la acepté, pero lo que no acepto es querer que me la endilguen a mí como autor. Ustedes saben que nos dieron esta oportunidad para poder hacer su trabajo, ustedes dejaron la perdición en nosotros como la pregunta final de si podemos vivir como humanos o como puro instinto de conservación, atenazados al confort, la seguridad y la automutilación de las emociones. Ustedes nos arruinan y nos elevan, yo soy el perdido, pero ustedes son los perdedores.
Un juez más calmo dijo: ¿por qué se perdió, hombre?
Me perdí porque ustedes me dejaron la posibilidad de una en millones de encontrarme con el objeto amado. Objeto que, ustedes saben bien, el creador hace de cuanto en cuanto. ¿Qué esperaban que me sucediera si me daban esa oportunidad, que me mutilara a mí mismo la extraordinaria posibilidad de amar? Me perdí por amor y no tengo excusa.
El juez repregunto: ¿y por quien se perdió, amigo?
El hombre notó el amigo en la expresión del juez, y se apuró a responder: me perdí por uno de esos seres que ustedes llaman Metahumanos, y presumo, Señor, que ustedes saben a qué me refiero. Porque me cuesta creer que sin haber pasado lo que yo, el Señor los hubiera dejado sentarse donde están ahora. La perdición es ineludible, señor, y solo el creador sabe sus alcances.
A continuación el tribunal se puso de pie y el presidente dijo:
Perdido hombre:
Comprendemos perfectamente su perdición y la compartimos en el creador. Pero nosotros no somos el creador, es el amor. Nosotros somos justicia, por esto mismo no justificamos su perdición. Es condenado a la eternidad de permanecer en la perdición del propio recuerdo del metahumano por el que se perdió.
El hombre dijo: gracias, señores.
César tuvo una mirada triste y orgullosa. Acompañó al hombre a la frontera y lo entregó al infierno. Se despidieron con un fuerte abrazo. Un silencio los acompañó un rato. Luego fue conducido al pabellón de los perdidos. Allí se encontró con Alejandro el Grande, con Napoleón, con José de San Martín, con Manuel Belgrano, con Mary Shelly y su Prometeo moderno, con Edgar Alan Poe y con la extraña muerte del Señor Valdemar, y con miles de perdidos, anónimos que lo recibieron con afecto, en la perdición recurrente del recuerdo del ser por el que se perdieron.
Por la tarde los perdidos compartían sus pérdidas.
El pabellón de los perdidos era y es el único acto piadoso de Lucifer.
Autor: UN PERDIDO.
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