Nuestro tiempo, nuestra ciencia, nuestros conocimientos, nuestra vida política, merecen ser pensados éticamente. La filosofía del siglo XXI necesita reflexionar partiendo del encuentro con, y no de la conquista del Otro. Reclama empatía con, y no aprovechamiento utilitarista del Otro.
Es necesario integrar lo personal y lo público, el yo y el nosotros, la propiedad privada y el bien común. Quizá sea momento de asumir la responsabilidad de nuestras acciones que siempre, ineludiblemente, en mayor o menor medida, impactan (para bien o para mal) en la vida de nuestros prójimos. Será necesario comprender que nadie, absolutamente nadie se gana la vida solo; que nuestros méritos se apalancan siempre sobre los infinitos méritos pasados y presentes de otros; que somos un Todo mayor a la suma de las pequeñísimas partes.
En su poema “Preguntas de un Obrero que Lee”, Bertolt Brecht comienza llamando a la reflexión:
¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? En los libros figuran sólo los nombres de reyes. ¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra? Y Babilonia, mil veces destruida, ¿quién la volvió a levantar otras tantas? Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían? ¿Adónde fueron la noche en que se terminó La Gran Muralla, sus albañiles?
La mutua necesidad: o de la impotencia de la libertad individual
Mientras escribo estas líneas escucho el ruidoso y molesto trabajo físico y mecánico de los obreros con sus palas, picos y martillo neumático mientras arreglan la vereda del departamento donde vivo. Pienso que no quisiera jamás tener que realizar ese tipo de trabajo. En mi interior sospecho con acierto que deseo no realizar ese trabajo, no tanto por el esfuerzo físico en sí, sino porque en mi imaginario representaría haber caído en la escala social.
Descubro que tengo preferencia y deseo por ser visto como hombre de letras, acaso porque parece más digno. Sin embargo, reconozco que debería comprenderse que digno no es el trabajo o la actividad en sí, sino el hecho de que lo está realizando una persona. De ser así, se comprendería que el reconocimiento social y salarial de los obreros debería ser varias veces mayor.
Alguno dirá, el Mercado laboral es el que establece el salario. El Mercado, sí, establece caprichosamente, arbitraria y antojadizamente esos salarios siguiendo criterios estéticos de dudosa rigurosidad, estableciendo etiquetas simbólicas de superioridad e inferioridad, jerarquizando a las personas como más dignas o menos dignas. El Mercado se pasa los DD.HH. por donde no llega la luz solar.
Me pregunto ¿Qué es lo que hace posible que algunos se puedan dedicar a trabajos supuestamente más dignos, o más valiosos? ¿Qué sería de "los dignos" si ellos mismos tuvieran que construir el edificio donde realizan sus tareas divinas, o si tuvieran que dedicarse ellos a la seguridad, o al mantenimiento edilicio, o a limpiar los baños, o lavarse la ropa y limpiar su propia casa?
El solo mérito es impotente sin otro que nos cree las condiciones para poder realizar las actividades supuestamente más dignas que algunos tienen la fortuna de elegir. Pero repito, digna es la persona que realiza el trabajo, no el trabajo en sí. Por eso, además del reconocimiento social y salarial, también debemos preocuparnos de que las condiciones de trabajo sean adecuadas, saludables, en virtud de la dignidad de quien lo realiza.
La razón instrumental: o del narcisismo del conquistador
Immanuel Kant estableció una bellísima máxima ética que decía así: “Actúa de manera tal de tratar a la humanidad, sea en tu propia persona o en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio.”[1]
Pero sucede que rara vez vemos a los demás como un fin en sí mismos sino meramente como un medio para nuestra propia vida. Incluso puede que ni siquiera veamos a los que amamos como un fin en sí mismos, como un otro radical que no podemos dominar, con sus propias aspiraciones, deseos, necesidades y libertades.
En esa línea, Fernando Pessoa sostiene con crudeza que “Nunca amamos a nadie: amamos solo la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos”[2]. Reconocer tal cosa puede llegar a ser desgarrador. No se preocupen, rara vez lo reconocemos, ahorrándonos la angustia. De hecho, en este momento, puede que estés diciendo “yo no soy uno de esos”. Si esto pasa, sugiero que levantes todas las sospechas sobre tal afirmación (o negación).
Sostengo tal hipótesis, casi sin temor a equivocarme, porque se trata de nuestra matriz cultural occidental. Hemos heredado ese formateo, hemos sido educados de esta manera, nos enseñaron a pensar de ese modo. Desde Heráclito y Parménides, allá por el siglo VI antes de Cristo, se ha ido desarrollando una fuertísima tradición filosófica, científica y cultural que configura nuestra manera de comprender y encarar la realidad.
Esta forma es el impulso de “apropiarse mediante la razón de lo que en realidad no pertenece a esa razón, sino que la trasciende o está más allá de ella”[3] Incluso Francis Bacon llega a afirmar en el siglo XVII que el conocimiento es poder. Hoy se afirma que el poder reside en la información que se posea. Pero siempre se habla del poder. Nietzsche, en todo de denuncia, habla de la voluntad de poder, aquella intención y acción de afirmarse a sí mismo, aún a costa de todo lo exterior.
Los principios de la lógica (identidad, no contradicción, tercero excluido) que establecen con suma precisión qué razonamientos son válidos o no, correctos o no, unidos al desarrollo tecnológico, le brindó a occidente el dominio material del mundo entero. Aquello que domina (sea la naturaleza, una población o un individuo) es visto siempre como pasivo, como lo otro a lo cual cabe imponerse y moldearlo a los propios esquemas mentales de la razón práctica e instrumental. Incluso nombrar es dominar.
Los colonos que trajeron la filosofía occidental y la cruz cristiana nombraron “indios” a los nativos, dando comienzo un genocidio y a un saqueo continental que duraría quinientos años. Pero tal manera de operar y encontrarse con lo otro y el otro (si acaso lo podemos llamar encuentro) no fue ni será cosa exclusiva de aquellos conquistadores.
Todo parece ser producto del logos, la razón, la conciencia, el yo, el sujeto. Todas categorías que nombran lo real, le dicen lo que es, no deja que lo de allí afuera se exprese, sino que lo moldea a su imagen y semejanza.
Lo Otro como Infinito: o de la ética como origen de un nuevo filosofar.
Levinas explica que el pensamiento de matriz occidental que estamos poniendo en cuestión, ese pensamiento que nombra y domina las cosas según sus categorías, que no son otra cosa que la proyección de sí misma sobre la alteridad entendida como pasiva, se origina en la pregunta ontológica por el ser que rescata Heidegger en Ser y Tiempo: ¿Cómo es posible que las cosas sean en vez de no ser?, pregunta que comienza a formularse en la antigua Grecia y que durante los siguiente dos mil años viró involuntariamente del ser al ente, del fundamento a la cosa (o las cosas), a los objetos. Desde entonces, el sujeto, cuando se pregunta incluso por la naturaleza de otros seres, los objetiva, conceptualmente los vuelve cosa, y en tanto cosa los domina.
Por eso, Levinas propone acaso un nuevo comienzo para el pensamiento filosófico: el hecho ético de la relación con el Otro, el encuentro con el prójimo. Propone desplazar, abandonar la pretensión de definición de lo real por la razón y asumir el encuentro y la responsabilidad ética con el Otro. En términos sartreanos sería asumir una acción, un vivir, una praxis que nos haga salir del “ser-para-sí” a un “ser-para-otro”.
En este sentido, el Otro es un Infinito que no se deja definir o determinar en la Totalidad con que el sujeto (el Mismo) experimenta y piensa lo real. Por eso hablamos sobre el Otro como Infinito, dado que queda fuera de un pensamiento que lo determine y domine (las sublevaciones a lo largo de historia y en el presente son muestra de ello).
Para nuestro filósofo, lo que constituye a todo ser humano, su fundamento originario, antes que la racionalidad, antes que toda historia personal, antes que toda voluntad de poder es su dimensión moral. Por eso, Levinas no se centra en argumentar sobre “lo que hay que hacer o no”. Hay algo básico más allá de toda argumentación racional, y esto es el respeto absoluto del otro más allá de toda razón. No asume la formula “respeta a tu prójimo porque…”. Ese “porque” supone una condición, y lo que él propone es un respeto sin condiciones.
Pero resulta que el Otro posiblemente no me respete sin condiciones. Resulta que el otro no ha leído a Levinas, y su pensamiento y su accionar son instrumentales, su racionalidad es conquistadora, me ve y me utiliza como un medio.
Mi respuesta es: hay que cambiar la lógica del accionar. Habrá que ser lo suficientemente valiente para practicar, en ese respeto sin condiciones, una no-violencia activa. No se trata de ser pasivos y recibir los golpes, las agresiones, el pisoteo y la manipulación ajena sumisamente. La no-violencia activa se trata de responder activamente a la violencia y la dominación para cambiar la lógica de la conquista. Al insulto, la bendición; al odio, la solidaridad; al dominio, la libertad; al mal, con el bien. Se trata de romper el círculo vicioso. Parecerá ingenuo, pero también parece que es hora de comprender que la ingenuidad consiste en pretender agotar el fuego con un lanzallamas. ¿No?
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