No hubo un solo día desde que comenzó “este asunto de la pandemia”, que no me haya hecho la misma pregunta: ¿qué decir? Pregunta que me derivaba automáticamente a otra más concreta, ¿por qué no tengo algo qué decir? ¿Será que no hay narración posible? Si la filosofía había matado a Dios y al sujeto, quizás también terminara liquidando a la narración, al discurso, por más anónimo o posicionado que fuera. Lo cierto es, que al igual que la música o el sonido en general, los relatos covid saturan. Generan por franjas de tiempo simultáneo, esa nada y ese todo.
En parte, porque los medios hegemónicos y las redes alrededor del mundo tienen una metanovedad tan básica como distinta: un mismo acontecimiento extendido en el tiempo. Cuando la agenda es plural, como lo venía siendo, toda la producción de información caía sin pena ni gloria por la cinta transportadora. En cambio, en este contexto hay que ingeniárselas para encontrar un recoveco no abordado.
También sucede que la pandemia tiene, en su narrativa, el potencial de “acontecimiento holocáustico”, en el sentido que le otorga Hayden White para denominar eventos incomprensibles racional y afectivamente, como el holocausto ocurrido en el siglo XX. Más allá de las diferencias abismales, la similitud pasa porque estos eventos modernistas pusieron en cuestión al relato en sí, a ese objeto de la historia que solía representar a los hechos reales diferenciándose de los ficcionales abordados por la literatura.
Si bien NO se trata de pensar que todo sea una ficción o una mentira, como lo expresan las teorías conspirativas que vimos memeadas una y otra vez. La cuestión es que, si seguimos oponiendo radicalmente realidad a ficción, tenemos –según White- que dejar de lado los relatos que no pueden simplemente describirse, ni ser representados con un número de muertos. Esto ya lo tenía muy en claro Rodolfo Walsh. Porque tampoco se trata de “eligir tu propia aventura o tu propia historia”, hay para el filósofo norteamericano una base empírica ampliada que consiste en establecer el límite histórico en aquello que puede ser imaginado.
Un ejemplo de esta ampliación podría ser cualquier serie historiográfica de Netflix, que aun respetando como dato inmodificable fechas y lugares, incorpora tal cantidad de detalles para que los hechos “estallen ante los ojos de los espectadores”, que dan la impresión de ser inabarcables.
Asimismo, en este contexto, al haber una conciencia presente del carácter histórico de la pandemia y de su condición excepcional y azarosa, también da la impresión de cargar con un relato siempre inalcanzable. Sin embargo, se pueden divisar algunos conceptos que surgen de esta antigua dicotomía entre realidad y ficción. Uno de ellos es el concepto de irrealidad que se equipara hoy con la anormalidad o no normalidad, y otro es el de distanciamiento social que supone a los encuentros virtuales, por ejemplo, como una ficción.
Estas maneras de concebir el acontecimiento todavía no están acabadas, pero constituyen lo que White denomina gestos imaginarios, que surgen de nuestra forma de compartir una experiencia transversal. Estos gestos imaginarios no son pasivos y en tanto gestos, son afectos. Es un modo de imaginar mediaciones, de anteponer otros hechos, de hacer asociaciones, de colocar filtros sobre filtros, de establecer relaciones.
Este concepto no fue desarrollado completamente por Hayden White, pero lo que podemos añadir sin tergiversar su idea, es que un gesto imaginario es una expresión limitada de convicciones, de valores, que no van más allá de lo imaginado por una época y por una determinada cultura.
Por eso, a pesar de lo improfetizable de la situación, vale la pena considerar otro nivel de crítica ante los relatos, teniendo en cuenta que aquello que nos narramos y cómo lo hacemos, constituye el límite de nuestra historia. Desde la dimensión combativa de realidad-ficción, se acusa a la realidad por ser una mentira, una construcción, y a la ficción por no representar los hechos reales.
En cambio, desde la dimensión que apunta a los gestos imaginarios, se pone en cuestión lo que implica aquella duda radical como gesto político que busca neutralizar acciones posibles con la estrategia de lo inabarcable, de la incertidumbre y finalmente del cansancio, la cual cobra eficacia por el tiempo transcurrido.
La filosofía no dejará de abrir paréntesis para introducir un signo de pregunta incómoda cuando todo está naturalizado y si es necesario, matar las condiciones de la narración. Pero también tiene el poder de los giros, de inventar gestos, que nos empujen a pensarnos protagonistas secretos de esta historia en sentido pragmático, donde los encuentros virtuales tienen efectos, hay articulaciones, hay aprendizaje, hay trabajo y en todo eso se ponen en juego ciertos valores éticos incluso a través de las omisiones.
El canal narrativo y comunicacional sigue vigente, no nos quedemos en el qué decir, ni dejemos de planear cómo vamos a encarar las consecuencias, por no usar el privilegio de la imaginación.
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